De repente, ¡zas! Te acuerdas de haber visto a un colega haciendo algo tan sencillo como decir: "Hola, buenos días. ¿Quieres un cigarrillo?" Dios mio. ¡Un cigarrillo! Claro, ¡¿cómo no!? Ser cortés y ofrecer compartir un cigarrillo. ¿Cómo no lo enseñarán en la universidad? Y uno, que ya es educador social, se va dando cuenta que como ésta, mil. Que hay mil cosas que uno aprende a base de observar, de aprender de los que saben. Que la teoría está muy bien para centrar el problema y entender fenómenos, pero que si no se juntan las manos, si no se comparten paquetes y paquetes de cigarrillos, se avanza poco.
Y tu bolso, poco a poco, se va vaciando de teorías y se va llenando de detalles concretos y próximos: un paquete de tabaco negro y otro de rubio, que hay gustos para todo; pañuelos de papel para mocos, lágrimas y demás fluidos; un teléfono móvil para urgencias y recados; una tarjeta para dar a las personas por si un día necesitan algo, que sepan dónde estamos; un bono de transporte para ir dónde haga falta; un peine y colonia por si alguien lo pide y unos guantes para atender situaciones de emergencia. Eso, al menos, es lo que lleva Marta, una educadora de calle de Arrels, en su bolso.
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